Locos por el mus

19 octubre 2007

Toda mi infancia y gran parte de mi adolescencia la pasé en un psiquiátrico. Es verdad, si no me creéis tengo un par de locos por testigo que no me dejarán mentir.
El juego preferido allí era la ruleta rusa,
pero la mayor parte del año estaba prohibida. Solo permitían jugar a la ruleta unos pocos días al año, cuando la población interna superaba el aforo normal. Una vez reestablecido el límite, lo volvían a prohibir. El resto de juegos si estaban permitidos normalmente y por supuesto, los juegos de cartas. El favorito era el mus, obviamente, porque los locos son eso, locos... pero no tontos.
Los mejores jugadores que conocí en aquella época fueron ‘Pocoseso’ y ‘Elorate’. ¡Eran imbatibles!. Siempre jugaban de compañeros. Se les notaba una pareja compenetrada, complementada, coligada. Tal vez era porque andaban todo el día atados uno a la cintura del otro por una cuerda de tres metros que no se quitaban ni para dormir.
Pocoseso jugaba toda la partida de pié, no había forma de hacerlo sentar siquiera un minuto. Aunque tampoco incomodaba porque apenas superaba el metro y medio de altura. Cogía las cartas, se ponía de espaldas a la mesa, juntaba ambas manos como si fuese a rezar y comenzaba a escudriñarlas lentamente, una a una. No dejaba que nadie las viese, ni los contrarios, ni el compañero, ni los mirones. El descarte lo hacía con una mano y siempre de espaldas, lo depositaba sobre la mesa. Recogía las nuevas de espalda y continuaba así los cuatro lances. Solo se volvía para comenzar otra mano o para repartir si era postre.
Elorate se sentaba normalmente, no levantaba las cartas de la mesa, las separaba y las ojeaba de una en una usando una sola mano. Doblaba la puntita de cada cartón hasta que visualizaba el número, con eso ya le bastaba. Con la misma mano barajaba, cortaba, repartía y se secaba la baba. No es que fuese Tamariz o René Lavand con el naipe, pero allí todo el mundo sabía esperar, si algo sobraba era el tiempo. La otra mano no la quitaba de la cuerda que lo unía a su compañero. Sin quitársela de la cintura, le daba dos vueltas a la muñeca y la tensaba de vez en cuando por debajo de la mesa hasta que Pocoseso notaba el cimbronazo. Tal vez para avisarle que le tocaba hablar o recoger el descarte, tal vez para ejercitar la mano y que no se le durmiese. O quizás no era él, sino el producto de ese trastorno disociativo de la identidad que padecía, por el que poseía dos personalidades distintas de características opuestas, entre las que alternaba de tanto en tanto. Los mal pensados decían que era para pasar señas. Pero eso nadie lo ha podido comprobar jamás.
No me cansaré de decir que eran dos fenómenos, se cepillaban a la mayoría de los locos que sabían jugar al mus, a muchos médicos, enfermeros y personal de limpieza. Recuerdo las partidas como muy normales y entretenidas. Un poco largas, pero sin mayores incidentes, salvo la negativa de alguno de entregar al ganador el espejito, el peine o el calcetín que había apostado, algún mechón de cabellos arrancados por aquí o algún puntapié en los dientes por allí, pero nada significativo. Eso sí, jamás un reproche por una seña falsa, por un mus visto, por una piedra mal contada, ...
La primera baza era el juego, si lo había. Si no había, se jugaba el punto. Una vez dirimidos los envites, Elo, siempre con una mano, procedía a repartir las piedras. No permitía que nadie metiese mano, ni compañero ni contrarios. “Dos pa mi, una pa ti. Dos pa mi compañero, una pa tu compañero”. Así era de equitativo con el conteo. Si algún contrario le decía que él también quería dos, entonces cogía la que le había dado al compañero del contrario y se la agregaba. Y el loco contrario contento con las dos piedras. Y si el otro loco contrario que se había quedado sin piedras pataleaba, le quitaba las dos al loco contento y se las daba. Resultado: dos locos contentos.
Siempre acababan las partidas doblando a los contrarios: 40 a 20, haya habido órdagos o no. Acabado el lance del juego o del punto, se hablaba de pares. Llevo, no llevo, paso, envido... Claro, si el que cantaba pares había cantado juego no podía llevar menos de dos seises. En cambio, si se había jugado al punto, desde duples de reyes cinco para abajo, todo podía suceder. Pero esos eran matices que muy pocos estaban en condiciones de interpretar. Especialmente Elo, que al final de cada mano repartía las piedras: “Dos pa mi, una pa ti. Dos pa mi compañero, una pa tu compañero”.
Lo más emocionante era el lance de chica, que se jugaba después del juego y los pares. El único que tenía lo que hay que tener para ver un órdago a chica, después de tres descartes y habiendo cantado juego toda la mesa, era Elo. Claro que al final, ya sabemos cuántas se apuntaban cada uno.
Y por último, la grande. ¡En paso, jamás! Aunque no hiciese falta ya saber qué pares había o si el juego era bueno o malo, la grande se envidaba siempre y los tantos que hiciese falta.

Debo reconocer que esperaba ansioso cada día la hora de la partida para ver si había algún hueco y me dejaban jugar. Aprendí el arte del mus así, un poco a lo loco, nunca mejor dicho. Y tuve la suerte de que me dejaran participar en sus partidas en infinidad de ocasiones hasta que un buen día, mi padre logro materializar tantos años de esfuerzo y ahorro montando su propio restaurante. Por lo tanto, dejó de trabajar en la cocina del psiquiátrico y al mismo tiempo, yo dejé de ir tan asiduamente por allí.
Ahora que juego al mus con vosotros, los cuerdos, aquel ejercicio que tengo incorporado, de saber si había juego o pares antes de envidar chica o grande me descoloca enormemente. Los dos lances más importantes allí se jugaban al principio y vosotros lo dejáis para el final. La grande y la chica la usáis para saber si hay pares y allí se usaba para rebañar o descontar alguna piedra más a las ganadas o perdidas en los dos primeros lances.
¡Es muy raro el mus que jugáis! Si queréis probar emociones fuertes, deberíais jugar aquel otro.