Toda mi infancia y gran parte de mi adolescencia la pasé en un psiquiátrico. Es verdad, si no me creéis tengo un par de locos por testigo que no me dejarán mentir.
El juego preferido allí era la ruleta rusa,
pero la mayor parte del año estaba prohibida. Solo permitían jugar a la ruleta unos pocos días al año, cuando la población interna superaba el aforo normal. Una vez reestablecido el límite, lo volvían a prohibir. El resto de juegos si estaban permitidos normalmente y por supuesto, los juegos de cartas. El favorito era el mus, obviamente, porque los locos son eso, locos... pero no tontos.
Los mejores jugadores que conocí en aquella época fueron ‘Pocoseso’ y ‘Elorate’. ¡Eran imbatibles!. Siempre jugaban de compañeros. Se les notaba una pareja compenetrada, complementada, coligada. Tal vez era porque andaban todo el día atados uno a la cintura del otro por una cuerda de tres metros que no se quitaban ni para dormir.
Pocoseso jugaba toda la partida de pié, no había forma de hacerlo sentar siquiera un minuto. Aunque tampoco incomodaba porque apenas superaba el metro y medio de altura. Cogía las cartas, se ponía de espaldas a la mesa, juntaba ambas manos como si fuese a rezar y comenzaba a escudriñarlas lentamente, una a una. No dejaba que nadie las viese, ni los contrarios, ni el compañero, ni los mirones. El descarte lo hacía con una mano y siempre de espaldas, lo depositaba sobre la mesa. Recogía las nuevas de espalda y continuaba así los cuatro lances. Solo se volvía para comenzar otra mano o para repartir si era postre.
Elorate se sentaba normalmente, no levantaba las cartas de la mesa, las separaba y las ojeaba de una en una usando una sola mano. Doblaba la puntita de cada cartón hasta que visualizaba el número, con eso ya le bastaba. Con la misma mano barajaba, cortaba, repartía y se secaba la baba. No es que fuese Tamariz o René Lavand con el naipe, pero allí todo el mundo sabía esperar, si algo sobraba era el tiempo. La otra mano no la quitaba de la cuerda que lo unía a su compañero. Sin quitársela de la cintura, le daba dos vueltas a la muñeca y la tensaba de vez en cuando por debajo de la mesa hasta que Pocoseso notaba el cimbronazo. Tal vez para avisarle que le tocaba hablar o recoger el descarte, tal vez para ejercitar la mano y que no se le durmiese. O quizás no era él, sino el producto de ese trastorno disociativo de la identidad que padecía, por el que poseía dos personalidades distintas de características opuestas, entre las que alternaba de tanto en tanto. Los mal pensados decían que era para pasar señas. Pero eso nadie lo ha podido comprobar jamás.
No me cansaré de decir que eran dos fenómenos, se cepillaban a la mayoría de los locos que sabían jugar al mus, a muchos médicos, enfermeros y personal de limpieza. Recuerdo las partidas como muy normales y entretenidas. Un poco largas, pero sin mayores incidentes, salvo la negativa de alguno de entregar al ganador el espejito, el peine o el calcetín que había apostado, algún mechón de cabellos arrancados por aquí o algún puntapié en los dientes por allí, pero nada significativo. Eso sí, jamás un reproche por una seña falsa, por un mus visto, por una piedra mal contada, ...
La primera baza era el juego, si lo había. Si no había, se jugaba el punto. Una vez dirimidos los envites, Elo, siempre con una mano, procedía a repartir las piedras. No permitía que nadie metiese mano, ni compañero ni contrarios. “Dos pa mi, una pa ti. Dos pa mi compañero, una pa tu compañero”. Así era de equitativo con el conteo. Si algún contrario le decía que él también quería dos, entonces cogía la que le había dado al compañero del contrario y se la agregaba. Y el loco contrario contento con las dos piedras. Y si el otro loco contrario que se había quedado sin piedras pataleaba, le quitaba las dos al loco contento y se las daba. Resultado: dos locos contentos.
Siempre acababan las partidas doblando a los contrarios: 40 a 20, haya habido órdagos o no. Acabado el lance del juego o del punto, se hablaba de pares. Llevo, no llevo, paso, envido... Claro, si el que cantaba pares había cantado juego no podía llevar menos de dos seises. En cambio, si se había jugado al punto, desde duples de reyes cinco para abajo, todo podía suceder. Pero esos eran matices que muy pocos estaban en condiciones de interpretar. Especialmente Elo, que al final de cada mano repartía las piedras: “Dos pa mi, una pa ti. Dos pa mi compañero, una pa tu compañero”.
Lo más emocionante era el lance de chica, que se jugaba después del juego y los pares. El único que tenía lo que hay que tener para ver un órdago a chica, después de tres descartes y habiendo cantado juego toda la mesa, era Elo. Claro que al final, ya sabemos cuántas se apuntaban cada uno.
Y por último, la grande. ¡En paso, jamás! Aunque no hiciese falta ya saber qué pares había o si el juego era bueno o malo, la grande se envidaba siempre y los tantos que hiciese falta.
Debo reconocer que esperaba ansioso cada día la hora de la partida para ver si había algún hueco y me dejaban jugar. Aprendí el arte del mus así, un poco a lo loco, nunca mejor dicho. Y tuve la suerte de que me dejaran participar en sus partidas en infinidad de ocasiones hasta que un buen día, mi padre logro materializar tantos años de esfuerzo y ahorro montando su propio restaurante. Por lo tanto, dejó de trabajar en la cocina del psiquiátrico y al mismo tiempo, yo dejé de ir tan asiduamente por allí.
Ahora que juego al mus con vosotros, los cuerdos, aquel ejercicio que tengo incorporado, de saber si había juego o pares antes de envidar chica o grande me descoloca enormemente. Los dos lances más importantes allí se jugaban al principio y vosotros lo dejáis para el final. La grande y la chica la usáis para saber si hay pares y allí se usaba para rebañar o descontar alguna piedra más a las ganadas o perdidas en los dos primeros lances.
¡Es muy raro el mus que jugáis! Si queréis probar emociones fuertes, deberíais jugar aquel otro.
Un día estábamos con Zaratustra y otro amigo esperando a Pedro para echar una partida que prometía ser de las buenas.
Hablando del cielo y de la tierra consumíamos los minutos que Makelele se estaba retrasando. Desde que había vuelto del crucero aquel, ya no era el mismo. Por segunda vez tardaba en llegar para jugar una partida de mus, cosa que en su vida nunca había sucedido. El siempre decía que llegaría tarde a su boda y a los entierros y funerales de todos sus amigos, pero que a una partida de mus jamás. Pero mira por donde, la teutona que conoció en el crucero me lo estaba llevando por mal camino.
Bueno, no quiero hablar solo por lo que he oído, esperaré a que él me lo cuente para poder opinar. La cuestión que me ocupa hoy es que, hartos de esperar a que sucediese lo que al final sucedió, invitamos a jugar aquel día a un parroquiano que no conocíamos más que de vista, pero que sabíamos de su interés por nuestras partidas porque no se perdía ninguna. Cada vez que habíamos jugado allí, se acercaba tímidamente. Al principio de pié y algo alejado, para acabar sentado junto a la mesa como si fuese uno más de nosotros. Alguna vez le hemos invitado a una copa incluso. Eso sí, el buen hombre era más callado que un sepulturero, jamás una palabra o un gesto improcedente.
- ¿Qué tal amigo, le apetece acompañarnos hoy que nos ha fallado el cuarto?, le dije haciéndole señas con una mano para que se acercase.
Noté que se sorprendió un poco con la invitación, se quedó inmóvil por unos segundos en los que solo se le movían las dos bolitas negras de los ojos. Se detenían en Zara, luego en mí, pasaban a nuestro amigo y volvían a detenerse en la silla que estaba libre. Así un par de veces, hasta que reaccionó.
- La verdad que me encantaría, para qué lo voy a negar. Pero no puedo sentarme en una mesa de mus con vosotros.
- Si es por falta de tiempo, no se preocupe que será una rápida. Entre el retraso que llevamos y lo fácil que son los rivales no tardaremos mucho.
- ¡No, que va! Si tengo todo el tiempo del mundo. No es por eso... yo los he visto jugar y la verdad que soy un jugador ‘mediocre’ para el nivel vuestro.
Estaba escrito que aquella no era una tarde para jugar al mus. A Zaratustra la palabra mediocre le espoleó. Salió de su medido mutismo y echó a galopar sobre un discurso desbocado que no admitió interrupciones.“Mire amigo, vaya por delante que yo soy un mediocre y a mucha honra. Por el tono peyorativo con el que usted se refiere a sí mismo, intuyo que no intenta ofenderme, pero no puedo evitar corregirle.
Y me voy a referir solo a la mediocridad en el mus, que para los otros ordenes de la vida tengo una extensa teoría no adecuada para exponerla aquí y ahora.
Pero, puesto que nos disponemos a jugar una partida y usted se considera un jugador de calidad media y por eso inhábil para jugar bien o contra quienes supuestamente juegan bien, le diré convencidamente, que está usted equivocado.
En ninguna otra disciplina, juego, deporte o quehacer de la vida más que en el mus, encontrará la comprobación de que esa sensación de inferioridad, de escaso mérito con la que se estigmatiza al mediocre, es tal.
Los mediocres estamos instalados en el trampolín. Solo tenemos que decidir si saltamos sobre él para impulsarnos hacia la perfección o si nos deslizamos hacia la decadencia y la regresión.
Usted, como jugador de ‘clase media’ ya debe saber que no hay dogma establecido, ni apriorismo teórico, ni ley matemática alguna que certifique la superioridad absoluta de personas sobre otras en este juego. La experiencia es un grado, obviamente. La actitud mental también es de suma importancia. Y quién duda que la aptitud, el saber desenvolverse, el discernir adecuadamente cómo jugar unos naipes en uno u otro momento, no le va en zaga.
Pero los mediocres tenemos un arma de la que carecen los ‘perfectos’ –por llamarles de alguna manera, me refiero a esos contra los que no se atreve a jugar aún-, somos más idealistas.
Ellos están anquilosados en esa bóveda de cemento que protege su sapiencia. Juegan sus partidas con la precisión de esos especialistas en arreglar las diminutas máquinas que miden el tiempo. El fin de cada lance, de cada envite, de cada quiero o no quiero, es no cometer un ‘error’. Si pierden porque el azar, los astros y el viento han estado en contra ese día, no pasa nada. Pero si pierden porque han cometido un error, es como si les quitaran puntos en su carné de ‘relojeros’.
En cambio los mediocres tenemos la imaginación, el margen de desparpajo que nos permite improvisar más que ellos, ponerles en serios aprietos y ganarles tantas veces como ellos a nosotros. La imaginación bien aplicada puede anticiparse a la experiencia.
Nosotros tendemos a evolucionar, a ser mejores. Ellos ya han llegado y están ahí esperándonos a que les paguemos unas copas. Pero para evolucionar hay que variar, así que saquémosles de sus esquemas, echémosle imaginación, envidemos cuando hay que pasar y pasemos cuando haya que envidar.
Pongámosle ilusión, eso que a ellos tanto le cuesta. Sus conductas se rigen por la verdad exacta, las nuestras por ideales, que para regir conductas vale tanto la una como lo otro.
Los ‘relojeros’ ya han recibido la instrucción para jugar al mus: despliegan las nociones que la experiencia considera más correctas.
Los ‘mediocres’ estamos recibiendo continuamente educación de aquellos que nos sugieren un “ideal” para aplicar en el momento propicio. “Córtalo de mano con 33 y juégalo como si fuesen 31”. No necesariamente un ideal tiene que ser un hecho veraz, puede ser una visión futurista, por llamarle algo. Tiene que ser una creencia, cuya fuerza radique en influir en nuestra conducta, en convencernos a nosotros mismos primero, antes que a los demás.
Los relojeros no tienen ideales, solo caminan sobre hechos concretos, solo pisan sobre tierra firme. Los mediocres volamos de vez en cuando y los desorientamos. Y si es necesario rectificamos nuestro vuelo, aterrizamos y volvemos a volar. Pero ellos ya solo pueden andar, han dejado de volar hace tiempo.”
- ¡Oye, Zara!, -le digo en cuanto se detuvo a echar un trago-, como me has mirado un par de veces, no estarás diciendo esto por m....
Hizo sonar el vaso en la mesa interrumpiéndome, miró al mediocre y le dijo:
- Venga amigo, por favor siéntese y enseñémosle a estos pollos a volar.
Ambiwo es jugando al mus, como su propio nombre indica, ambiguo. Para los contrarios y para el compañero, porque pronuncia frases que tienen más de un significado posible (‘al tran tran sin pasarte a nada’, ‘tres pitos pero puedo mejorar’).
Y así todo el rato con expresiones ambivalentes que hacen que un extremo y otro se confundan, se mezclen, generando una incertidumbre que a la primera de cambio incita al contrario a invertir para “averiguar”, riesgo que Ambiwo es un maestro en capitalizar a su favor.
De mano siempre dice al compañero: “Tengo juego malo, así que si lo cortas tendré que echar muchas. ¡Tu verás lo que haces!”.
La maldita frase tiene mandanga. La mitad de las veces lleva juego y la otra mitad no lleva ni pares. Jugando de pareja con él, tienes la pelota en tu tejado antes de que hayas podido ver las cartas. Se las arregla magistralmente para ser el primero en hablar. Y una vez dicho lo suyo, no vas a hacer el panoli preguntando ¿lo corto o no lo corto? Ya te lo ha dicho: “¡Tu verás lo que haces!, que es lo mismo que decir: ‘si la cagas, a mi no me mires’. No obstante, es un virtuoso del juego en equipo, en su escala de valores no cabe el reprochar al compañero ningún error.
Pero para el contrario es curiosamente demoledora esa particular manera de esconder y mostrar. Genera una tentación que cautiva y amedrenta al mismo tiempo. Querer o no querer. El trastorno producido por esa amalgama de atracción y miedo embarra el deseo original, la primera intención, la actuación propia y lógica para esa situación concreta.
No es la ambigüedad en sí, sino el modo de expresarla y acompañarla con el lenguaje corporal lo que la hace efectiva ante el contrario, lo que le fuerza a formularse más de una interpretación, lo que le provoca reacciones alternativas. Lo que en definitiva produce miedo, duda y culpa, ingredientes que generalmente inducen al error.Aquí también cabe el frecuentado consejo que suele darse a los niños cuando presencian una acción arriesgada o temeraria: “Esto jamás debéis intentarlo vosotros solos, siempre ante la presencia de un adulto”.
Traducción para aprendices y novatos: “Tu no intentes lo de la ambigüedad que, al igual que a mí, te van a pillar el 99% de las veces. Espera a sacarte el Master, o sea después de haber pasado por caja unas 150 veces”.
La paradoja del mentiroso es una de las paradojas, valga el paradojismo, más famosas que se conocen.
Se le atribuye a un musolari muy antiguo, Epiménides, para más datos poeta y filósofo cretense que vivió allá por el siglo VI adC.
Epi, que iba siempre de farol, no tuvo mejor idea que decir: “Todos los cretenses son mentirosos”.
¡Y no va el tío y se hace famoso por esa frase!
Más cercano en el tiempo, tenemos a otro filósofo que hiló más fino en la paradoja del mentiroso. Falacio (ilustre jugador de mus, antepasado de Jabato) sentenció: “Todos los jugadores de mus son mentirosos”
Cuando empleamos expresiones o frases que empaquetan una contradicción, es decir que en sí mismas son una negación, como por ejemplo: “Llevo 31 con duples” o “Media de pitos y un punto que te cagas”, estamos formulando una paradoja. Pero nunca falta un compañero “paradojo” que no se entera y se da mus. ¡Pero hombre, si te estoy diciendo que tengo duples y 31! ¿Qué más quieres que te diga para que lo cortes?
Si establecemos como verdad unánimemente aceptada que un mentiroso sólo hace afirmaciones que son falsas, y si como jugador de mus afirmo que: “todos los jugadores de mus son mentirosos”, parece que la afirmación se auto contradice.
Tal afirmación no puede ser cierta ya que soy jugador de mus y por lo tanto soy mentiroso, luego, si digo que “todos los jugadores de mus son mentirosos” estoy mintiendo.
Por el contrario, si suponemos que la afirmación es verdadera, entonces estoy diciendo que “ningun jugador de mus miente”, ya que soy un jugador de mus que siempre miento.
Para aclararnos un poco, si Falacio dice la verdad, está mintiendo; si está mintiendo dice la verdad.
Con esto podemos concluir lógica y filosóficamente que el mus no es un juego de mentirosos.
¿Y si un “no” jugador de mus dice que ‘todos los jugadores de mus son mentirosos’?
¡Ese que se calle, si nunca ha jugado al mus no sabe lo que dice! O mejor todavía, que lea la página de Mecala y se ilustre.
Ayer jugué al mus con mi media naranja. ¡Mecaguenlalechuga! No me podía haber ido peor. Todas las partidas igual. En las dos primeras manos, solomillo o duples y los contris nada, con lo cual me ganaba las mías y gracias. El resto de las manos, a dos velas. Tratando de arañar una piedra viendo a grande con rey caballo, otra a chica con pito cuatro, cortando con juego achacoso para ver si me lo ganaba en paso. Pero al final, cuando hacía falta algo mínimamente digno para remar, ni unos miserables pares me venían.
Y lo peor, como pasa siempre en estos casos, fue que las jugadas de provecho, esas que te aumentan las palpitaciones y dices: “aquí está, esta es la mía”, terminaban siendo de provecho pero para ellos, que siempre las tenían mejores.
Acabé desquiciado, mi pareja cabreada, reproches de por qué no echaste más, por qué no lo dejaste en paso, tendrías que haber visto... y la leche en bicicleta.
¡Mira que nos llevamos bien y nos complementamos el uno al otro! Pero ayer no hubo caso, éramos como dos desconocidos, acabamos cada uno por su lado y perdiendo como jamás me había pasado.
¡Nunca más vuelvo a jugar al mus con mi media naranja!
¡Si pillo al que me dijo que eso traía suerte, se va a enterar!