Ya no podía echarme atrás. Le había visto el envite a grande y no podía decir que no a pares. Si hubiese esperado unos segundos a que me contara el motivo, no se yo... ¡olía que me estaba metiendo en un embolao de los gordos, nunca mejor dicho!
El viernes por la noche me acerqué al bar que frecuentamos, para ver cómo íbamos y a qué hora quedábamos para el día siguiente.
- “Voy a ir con mi esposa y los niños para que echen un rato por ahí mientras jugamos. ¿Te recojo con mi coche y te vienes a comer con nosotros? De paso nos asesoras sobre qué sitios pueden visitar, si hay algo con caballos les va a encantar.”
- “Te agradezco la invitación, pero yo me voy a ir por la mañana temprano en la Harley Davidson, que tengo que llevarle unos muebles a los viejos. Además necesita una puesta a punto y solo dejo que le meta mano “el válvulas”, él la entiende como nadie. Pero te vienes a comer a casa, que si la vieja se entera que has venido al pueblo y no te llevo a comer, me mata”
La “Harley” de Makelele era una Derby Variant del 81. Tenía más kilómetros hechos que el Fugitivo y el Correcaminos juntos. El válvulas era el mecánico del pueblo, que cada dos o tres años le hacía un remiendo a la moto para que siguiese funcionando otro tiempito y así llevaban cuarto de siglo ya.
¡Pero lo de comer en casa de sus padres! ¡A ver cómo se lo explicaba a mi mujer, que no contaba con ello y conociéndolos, yo sabía que no se los quitaría de encima en toda la tarde! El Makelele es así, igual que jugando al mus, te mete un órdago cuando menos lo esperas. El factor sorpresa lo maneja como un profesional. Este órdago de comer en su casa del pueblo lo tenía que ver, no había más remedio. Conocía a sus viejos (me los presentó una vez que vinieron a la ciudad a verle y me los encontré otras tantas paseando por el barrio) y son una gente encantadora, abierta, su casa es tu casa, no te dejan respirar con las atenciones y las deferencias que te brindan. ¡Una delicia de gente, cómo la mayoría de la gente de pueblo! ¡Si digo que no, seguro que se me aparecen todos en el restaurante mientras estoy comiendo y nos llevan en andas a su casa! Mejor evitar el numerito y decir que sí.
Mi mujer se había apuntado para ir al pueblo con los niños porque leyó en un periódico que tenía una iglesia antigua y en unas excavaciones que estaban haciendo hallaron restos de una sepultura visigoda con esqueletos y todo. No sé por qué le atraen esas cosas, si entiende de ellas tanto como yo de física quántica. Pero en estos casos es mejor acompañar la jugada, sin tocar ni averiguar nada, si no echa ella... yo tampoco: “¡Qué interesante, me hubiese gustado poder acompañarte!”.
- “¿Dónde vamos a comer? ¿Te ha hablado tu compañero de algún sitio agradable? ¡Si no, ya sabes que los niños con un McDonald’s van que chutan!
- “¿Mc Donald’s? Sí, y luego te vas de compras al Corte Inglés. ¿Pero a dónde crees que voy a jugar al mus, a Marbella? Es un pueblo, mujer. ¡Un pueblo, pueblo! Ahí lo más moderno que vas a ver son los esqueletos de los visigodos esos de la iglesia.”
Me reservé el sitio de la comida dando largas y mareando la perdiz. Era cerca y llegaríamos pronto. Una vez allí, Makelele y sus padres harían el trabajo por mi y convencerían a mi mujer. Es lo que comúnmente se denomina “política de hechos consumados”. Salió bien. Llegamos un rato antes de mediodía. Los niños absortos jugando con los perros y las gallinas y los padres de Make abduciendo a mi mujer con sus atenciones. Mi compa me apartó cogiéndome del brazo e insinuándome que teníamos que ir al bar a tomar una cervecita... “así conoces el escenario de la batalla y te vas ambientando”.
Nos escapamos al primer descuido. Caminamos dos calles y llegamos al bar. Estaba bastante concurrido, pero el murmullo cesó ni bien entramos. Creo que ni Ronaldo hubiese llamado tanto la atención como yo. Me miraban de arriba abajo como si hubiese entrado allí el mismísimo Papa.
Ordenamos un par de cañas y mientras nos servía, el dueño del bar comentó: “Espero que tu compañero trabaje en un banco”. “¿Por qué?”, preguntó Makelele. “Porque la cena va a ser cuantiosa, ¿quieres ver la lista?”
En la lista había tres veces más de la gente que podía caber en ese bar. Todo el mundo se apuntó, los que estaban ese día y los que se enteraron durante la semana por los corrillos. Incluso familias completas. Por estar, estaba hasta el hermano del “Sinfín”, que le habían dado el alta el día anterior después de llevar dos semanas ingresado. “¡me cago en todas tus muelas, jodio desgraciado! ¿esto qué cojones es?”, gritó el Makele indignado, “¡pero si está hasta la alcaldesa!”. En ese momento se me derramó media caña sobre la camisa. Hubiese querido salir corriendo, pero las piernas no me respondían. No las sentía, como Rambo. “¡Oye, que yo no se nada! A mi la lista me la pasó tu cuñado, y cada día me traía una actualizada. Espero que esta sea la última, porque no veas la de viajes a la ciudad que me he tenido que dar para actualizar el género”, se defendió el del bar.
“¡Hijo de una gran puta, se va a enterar ese gordo de mierda!”, vociferaba el Make mientras enfilaba hacia un rincón del bar donde había un tío sentado, que con las piernas estiradas ocupaba dos mesas. Era el “Sinfín”. “¡Tú, tonto el culo! ¿No habíamos quedado que era una cena para los presentes? Había doce o catorce como mucho. ¿Cómo es que ahora hay ochenta y cuatro?”, le increpó enérgicamente mi compañero.
El “Sinfín” se puso de pie lentamente. Con sus dos metros veinte de estatura le sacaba medio metro a Makelele. Yo ya no sentía ni las piernas, ni los brazos, ni las pestañas. En un segundo me imaginé la escena de un bar del oeste americano, sillas rotas, mesas patas arriba, botellazos en la cabeza y mi compañero y yo con siete costillas rotas...
Esta vez fue Makelele el que vino al postre: ¡Por favor, tienes que jugar una partida conmigo el sábado!
No procedía preguntarle dónde, contra quién, por qué, para qué... nada: ¡Por supuesto Make, cuenta conmigo!
Después del “favor” que me hizo acompañándome a aquel torneo de beneficencia no podía decirle que no, ni ponerme a buscar excusas tontas. Además, es un placer jugar al mus con Makelele, siempre lo digo.
Pero no tuve que hacerle ninguna pregunta, él mismo se despachó enseguida con la información: “Es en mi pueblo, este sábado por la tarde, contra mi cuñado y su primo. Está cerca, media hora para ir, media para volver más hora y media para pelar a esos dos pollos”
Resulta que Makelele sentía una recóndita animadversión hacia su cuñado, según él fundada en la petulancia y el engreimiento que “el gordo” transmitía allí dónde y con quién estuviese. Le había ido bien con el cemento y los ladrillos, tanto que el ochenta por ciento de las naves del polígono eran suyas, tenía la mejor casa del pueblo más otras cuatro que alquilaba y la cuenta corriente no era precisamente eso; según Make era una cuenta aumentante y constante. Con todo eso se había vuelto un fanfarrón, claro. Y en el pueblo no lo tragaba nadie, salvo los tres o cuatro lechones que mamaban de su teta.
Uno de ellos era “el sinfín”, su primo, con el que iba a jugar de compañero. Lo llamaban así porque era altísimo y delgadísimo, tal como os lo digo. Makelele me lo describió de esta forma: “Es largo y fino como el pedo de una serpiente. Juega algo mejor que el gordo pero es tonto del culo. No hace nada sin consultar”. Lo tenía el gordo empleado en alguno de sus negocios y lo usaba de sumiso acompañante para jugar al mus.
La partida había surgido a consecuencia de una de las tantas agarradas que tenía Makelele con su cuñado. Porque yo esto, porque yo lo otro, porque esto no es así, porque tu no sabes, porque a mi si, porque a ti no... Todo esto hablando de generalidades y chorradas, pero cuando llegaba el tema del mus, ahí ardía Troya. Las posturas eran irreconciliables y en el ciento diez por ciento de las veces, enfrentadas.
El gordo no se cortaba un pelo y delante de medio pueblo decía que su cuñado no tenía ni idea de mus y que se lo merendaba las veces que él quería.
Hasta que el fin de semana pasado se le inflamaron las carótidas a Makelele, se le inundó el cerebro de sangre hirviendo y soltó a viva voz, en medio del bar repleto de parroquianos: “¡El sábado que viene, aquí mismo y a esta misma hora, si tienes cojones, nos jugamos una cena para todos los presentes!
El dueño del bar, que estaba de espaldas detrás de la barra pasando una bayeta por las baldas, en milésimas de segundos y como por arte de magia apareció delante de la barra, boli y libreta en mano, diciendo: “Irme dando los nombres, que haré una lista de todos los presentes para saber la cantidad de género que tengo que ir comprando”. ¡Ni lerdo, ni perezoso!. El tío estaba amarrando el negocio y dando por sentado que la cena se haría en su local, como así fue...
37-39
Última mano. Silencio. El cigarrillo encendido de Zaratustra se consume en el cenicero. Dividendo ha abierto sus cartas en abanico y las ha vuelto a dejar boca abajo sobre la mesa. Trinidad se ha cruzado de brazos y mira a los contrarios esperando un desenlace, no ha visto sus cartas aún.
Zara se inclina sobre el tapete, mira una y otra vez el tanteo y entre el humo de la última calada le pregunta a su compañero:
¿Cómo vamos para grande?
Dos reyes – canta Conunpar.
Trinidad mira sus cartas.
La chica y los pares los tenemos seguros – sentencia Zaratustra.
Si llevan mejor grande cortarán ellos. Habrá que cortar entonces – dice Conunpar.
¡O tal vez no! – razona Zaratustra -, lo que yo llevo no puede empeorar, depende de si lo suyo
puede mejorar o está bien así. Piense que si no hay pares se define todo en la última baza.
Y un mus aumentaría la posibilidad de que lleven pares, que es lo que necesitamos.
Pero también corremos el riesgo de que mejoren a grande – añade Conunpar.
Eso es lo que tiene que valorar usted, en función de las dos cartas que acompañan a sus reyes,
compañero. – contesta Zaratustra.
Vuelve el silencio. Conunpar se quita las gafas y las empaña con su aliento. Coge un pañuelo de papel y las limpia. Se las vuelve a colocar. Mira las cartas de sus contrarios sobre la mesa y rompe el silencio.
¡MUS! – dice en voz alta.
Trinidad vuelve a mirar sus cartas con la esperanza de no ver las mismas que ha visto la primera vez. Las deja nuevamente sobre la mesa y dice:
Compañero, tiene tres oportunidades para salirse. Dígame cual de ellas es la mejor y si le
parece, levamos anclas.
¡Hummmm, deduzco que usted no tiene fuerza ni para coger los remos siquiera, ¿me
equivoco? – le comenta el Divi con media sonrisa.
No va mal encaminado, para qué le voy a engañar...
Pues visto lo visto y oído lo oído, si sus pares no son...
Yo no llevo pares – interrumpe Trinidad.
Como no hay dos sin tres, el silencio vuelve a campar. Ahora es Dividendo el centro de atención, tanto de los contrarios como de sus propios compañeros. Entrelaza los dedos de sus manos, fija la vista en Conunpar durante una docena de segundos y responde:
Pues dadas las circunstancias, eso puede ser hasta positivo. Si no opina usted lo contrario,
le diré yo cuándo querer, ¿le parece bien?
¡Que se hable la mano! – ordena Trinidad asintiendo con la cabeza.
Se llega al punto 39-39.
Ya estamos en la quinta mano y la cosa se ha puesto prieta. C/Z están a falta de 6 piedras, mientras que D/T tienen la ventaja de ser mano y quizás, la última oportunidad de hacerla valer (necesitan 14 para salirse).
“Llevo pares del montón compañero, pero me los gano seguro” dice Trinidad después de pillar la imperceptible seña de duples de Divid.
Quinta mano, los naipes caen así: Trinidad (7751), Zaratustra (RR11), DiviD (RR44), Conunpar (RC64).
Reparte Conunpar.
“¡Que se hable la mano!”, ordena Divid.
Pasa la mano, pasa Zaratustra y Divid envida 2 a grande. El postre ofrece RC para ver una piedra y Zaratustra cierra sin decir más.
La chica queda en paso.
“Los pares me los juega usted, compañero” dice Trinidad pasando hasta su postre. Zaratustra envida 3 y Dividendo revoca con 4 más. Se ven 7 a pares.
El punto llega en paso hasta Conunpar. Consulta con su compañero que tiene seña de 30. “Envide 2 que hay margen y si se enfadan, ya vemos”
No se ve el envite a punto.
D/T; ganan 2 de grande, 7 de envite a pares, 1 de pares y 3 de duples, total 13
C/Z; ganan 1 de chica, 1 de porque no a punto y 1 de punto, total 3
Tanteo: D/T, 39 - C/Z, 37
- “¡El mus no es para ti, mujer! ¡No es tan fácil como parece!”
- “¡No digo que sea fácil, pero Paquita juega con su marido y Merche hasta se apunta al torneo de la semana grande en el club con su cuñado!”
Él jugaba mucho, en calidad y en cantidad. Una partida diaria como mínimo entre semana y el finde las que cayesen. Todos los mediodía entre lunes y viernes, comida con clientes o compañeros de trabajo y partidita de postre. Dos o tres noches en día hábil después de cenar, escapada al bar de la esquina para la partida por la copa con los amiguetes. Los sábados y domingos mini torneos con los de la peña en Pinto, desde las cuatro de la tarde y hasta acabar, a veces más de las doce de la noche. Y eso cuando no tocaba algún torneo grande, de más de setenta parejas y una semana de duración.
Ella se había consagrado a la crianza de los tres hijos con aplicación y desvelo, sin descuidar la asistencia de los detalles más importantes de la pareja. Con los críos ya no tan críos y prácticamente volando por sí mismos, sentía la necesidad de volcar la energía sobrante en agradar y compartir más cosas con su marido. Y qué mejor que implicarse ella también en algo que tanto le apasionaba a él: jugar al mus. Estaba dispuesta a aprender para poder acompañarlo, así disfrutaban juntos. En casa de sus padres siempre se había jugado al mus y su hermano mayor, que era muy paciente, la inició durante la adolescencia en los fundamentos del juego. Pero era consciente de que para jugar con su esposo tenía que aprender más, mucho más. Por eso le pidió que le enseñara.
- “El marido de Paquita no sabe jugar, no me extraña que juegue con su mujer. Y Merche juega el torneo del club porque ahí juega cualquiera, ¿no ves que es para recaudar fondos para la subcomisión de fiestas?, ¿tu has visto alguna vez a Jesús, a Chencho o a mi jugar ese torneo?”
No hacía falta insistir más. A buen entendedor, pocas palabras bastaban. No en vano le había acompañado a decenas de cenas de entrega de premios y a no menos mini vacaciones para jugar torneos en Benidorm, Santander, Sevilla o Tenerife. En esos ambientes percibió la escasa participación de la mujer. Algunas había, pero eran casos aislados. La mayoría eran hombres y para ellos jugar de vez en cuando contra alguna mujer era un mal necesario que pasaba pronto.
Pero jugar con la mujer de uno mismo, de compañero en bares, peñas, torneos, como ella pretendía, parecía impensable. A no ser, claro, que tuviese unas cualidades extraordinarias para el juego y convenciese a su marido de que estaba a su altura, o más.
Ella era de esas personas que no se entregan fácilmente ante la primera dificultad. Y esto no iba a ser una excepción. Comprendió que su condición de mujer, más que la de esposa, era un impedimento para jugar al mus junto a su marido. Estaba segura que si eso mismo se lo pedía su hijo mayor, no habría ningún inconveniente.
Algunas cosas fueron cambiando después de aquella conversación. Entre semana, cuando él bajaba al bar a echar la partida de después de cenar, ella le advertía que tal vez llegase más tarde porque iba al cine o al teatro con una amiga. Los fines de semana, mientras él apuraba los mini torneos con la peña, ella asistía a talleres. También encontró una excusa para no acompañarle a los dos últimos grandes torneos.
- “He pedido un adelanto de vacaciones para el mes que viene. Voy a participar en el Campeonato Absoluto de Mus de España. Podrías acompañarme, es en Granada y tienes muchos sitios para distraerte”.
- “Faltan tres semanas, tendré que arreglar unas cosas pero me encantaría ir”
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La amable ciudad de Granada destilaba su embrujo sobre los asistentes al Campeonato. Esa escultura del pasado de la que dicen que cuando se entra en ella ya no se puede salir, que se lleva siempre en el recuerdo.
Había mucho bullicio en el hall del hotel donde se exponían las listas con los cruces.
- “¡Mira, esta se llama como tu! ¡Qué casualidad!”
- “¿Casualidad? ¡Anda que María García hay pocas en España!”
- “Sí, pero lo gracioso es que juega de compañera con Francisca López, que se llama igual que tu amiga Paquita.”
Paquita, que lucía espléndida del brazo de su marido, se acercó sonriente a saludar al matrimonio amigo. Ese año, el Campeonato Absoluto de Mus de España llevó nombre de mujer. Más de un clandestino año le costó a María coger el nivel que ella consideraba adecuado para jugar a la par de su marido. Lo consiguió. Su fiel amiga le acompañó todo el tiempo. Partidas con amigos de amigos, clases con expertos, quedadas, libros, internet, lo que hizo falta, no escatimó esfuerzos.
María y Paquita alzaron el trofeo de campeones. Él no pasó de la segunda ronda, pero estuvo a su lado todo el tiempo hasta el final.
Hoy se les ve jugando torneos por ahí de compañeros. ¡Son temibles!
Juntos, disfrutan como niños.