La cena de Makelele (II)

03 abril 2006

Ya no podía echarme atrás. Le había visto el envite a grande y no podía decir que no a pares. Si hubiese esperado unos segundos a que me contara el motivo, no se yo... ¡olía que me estaba metiendo en un embolao de los gordos, nunca mejor dicho!
El viernes por la noche me acerqué al bar que frecuentamos, para ver cómo íbamos y a qué hora quedábamos para el día siguiente.
- “Voy a ir con mi esposa y los niños para que echen un rato por ahí mientras jugamos. ¿Te recojo con mi coche y te vienes a comer con nosotros? De paso nos asesoras sobre qué sitios pueden visitar, si hay algo con caballos les va a encantar.”
- “Te agradezco la invitación, pero yo me voy a ir por la mañana temprano en la Harley Davidson, que tengo que llevarle unos muebles a los viejos. Además necesita una puesta a punto y solo dejo que le meta mano “el válvulas”, él la entiende como nadie. Pero te vienes a comer a casa, que si la vieja se entera que has venido al pueblo y no te llevo a comer, me mata”


La “Harley” de Makelele era una Derby Variant del 81. Tenía más kilómetros hechos que el Fugitivo y el Correcaminos juntos. El válvulas era el mecánico del pueblo, que cada dos o tres años le hacía un remiendo a la moto para que siguiese funcionando otro tiempito y así llevaban cuarto de siglo ya.
¡Pero lo de comer en casa de sus padres! ¡A ver cómo se lo explicaba a mi mujer, que no contaba con ello y conociéndolos, yo sabía que no se los quitaría de encima en toda la tarde! El Makelele es así, igual que jugando al mus, te mete un órdago cuando menos lo esperas. El factor sorpresa lo maneja como un profesional. Este órdago de comer en su casa del pueblo lo tenía que ver, no había más remedio. Conocía a sus viejos (me los presentó una vez que vinieron a la ciudad a verle y me los encontré otras tantas paseando por el barrio) y son una gente encantadora, abierta, su casa es tu casa, no te dejan respirar con las atenciones y las deferencias que te brindan. ¡Una delicia de gente, cómo la mayoría de la gente de pueblo! ¡Si digo que no, seguro que se me aparecen todos en el restaurante mientras estoy comiendo y nos llevan en andas a su casa! Mejor evitar el numerito y decir que sí.

Mi mujer se había apuntado para ir al pueblo con los niños porque leyó en un periódico que tenía una iglesia antigua y en unas excavaciones que estaban haciendo hallaron restos de una sepultura visigoda con esqueletos y todo. No sé por qué le atraen esas cosas, si entiende de ellas tanto como yo de física quántica. Pero en estos casos es mejor acompañar la jugada, sin tocar ni averiguar nada, si no echa ella... yo tampoco: “¡Qué interesante, me hubiese gustado poder acompañarte!”.
- “¿Dónde vamos a comer? ¿Te ha hablado tu compañero de algún sitio agradable? ¡Si no, ya sabes que los niños con un McDonald’s van que chutan!
- “¿Mc Donald’s? Sí, y luego te vas de compras al Corte Inglés. ¿Pero a dónde crees que voy a jugar al mus, a Marbella? Es un pueblo, mujer. ¡Un pueblo, pueblo! Ahí lo más moderno que vas a ver son los esqueletos de los visigodos esos de la iglesia.”

Me reservé el sitio de la comida dando largas y mareando la perdiz. Era cerca y llegaríamos pronto. Una vez allí, Makelele y sus padres harían el trabajo por mi y convencerían a mi mujer. Es lo que comúnmente se denomina “política de hechos consumados”. Salió bien. Llegamos un rato antes de mediodía. Los niños absortos jugando con los perros y las gallinas y los padres de Make abduciendo a mi mujer con sus atenciones. Mi compa me apartó cogiéndome del brazo e insinuándome que teníamos que ir al bar a tomar una cervecita... “así conoces el escenario de la batalla y te vas ambientando”.
Nos escapamos al primer descuido. Caminamos dos calles y llegamos al bar. Estaba bastante concurrido, pero el murmullo cesó ni bien entramos. Creo que ni Ronaldo hubiese llamado tanto la atención como yo. Me miraban de arriba abajo como si hubiese entrado allí el mismísimo Papa.
Ordenamos un par de cañas y mientras nos servía, el dueño del bar comentó: “Espero que tu compañero trabaje en un banco”. “¿Por qué?”, preguntó Makelele. “Porque la cena va a ser cuantiosa, ¿quieres ver la lista?”
En la lista había tres veces más de la gente que podía caber en ese bar. Todo el mundo se apuntó, los que estaban ese día y los que se enteraron durante la semana por los corrillos. Incluso familias completas. Por estar, estaba hasta el hermano del “Sinfín”, que le habían dado el alta el día anterior después de llevar dos semanas ingresado. “¡me cago en todas tus muelas, jodio desgraciado! ¿esto qué cojones es?”, gritó el Makele indignado, “¡pero si está hasta la alcaldesa!”. En ese momento se me derramó media caña sobre la camisa. Hubiese querido salir corriendo, pero las piernas no me respondían. No las sentía, como Rambo. “¡Oye, que yo no se nada! A mi la lista me la pasó tu cuñado, y cada día me traía una actualizada. Espero que esta sea la última, porque no veas la de viajes a la ciudad que me he tenido que dar para actualizar el género”, se defendió el del bar.
“¡Hijo de una gran puta, se va a enterar ese gordo de mierda!”, vociferaba el Make mientras enfilaba hacia un rincón del bar donde había un tío sentado, que con las piernas estiradas ocupaba dos mesas. Era el “Sinfín”. “¡Tú, tonto el culo! ¿No habíamos quedado que era una cena para los presentes? Había doce o catorce como mucho. ¿Cómo es que ahora hay ochenta y cuatro?”, le increpó enérgicamente mi compañero.
El “Sinfín” se puso de pie lentamente. Con sus dos metros veinte de estatura le sacaba medio metro a Makelele. Yo ya no sentía ni las piernas, ni los brazos, ni las pestañas. En un segundo me imaginé la escena de un bar del oeste americano, sillas rotas, mesas patas arriba, botellazos en la cabeza y mi compañero y yo con siete costillas rotas...

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